(A la memoria de Ray Bradbury)
De nuevo llovía. Una lluvia suave y lenta pero constante, incansable, que caía sin prisas de un opresor cielo gris plomizo. Era el mismo clima invariable existente desde hacía años y que se había adueñado de casi todo el planeta. Temperaturas más altas que las habituales, un sofocante y permanente bochorno y lluvia, siempre lluvia. Con ese tiempo no era de extrañar que a finales de febrero todavía no hubiesen florecido, punteando de amarillo el paisaje, las acacias farnesianas, pensaba T-Tm, lo que los humanos llamaban mimosas con su falta de precisión en el lenguaje y, en general, en todo su comportamiento.
--Somos esclavos -murmuraba T-Tm-, tan solo esclavos..., con ciertas libertades pero esclavos al fin.
Únicamente un espectador muy avisado de los comportamientos de los robots androides de última generación podría apreciar su inquieto estado de ánimo, si es que se puede hablar así de un robot. Las máquinas humanoides de la línea T eran el último refinamiento en los logros de los científicos. Un producto muy avanzado, demasiado según algunos, y diseñado para que hiciesen sofisticados trabajos en condiciones insoportables para los humanos que, por otra parte, cada vez eran menos numerosos y más pasivos, insociables y solitarios. El sexo virtual, el automatismo casi total de los hogares y centros de trabajo, el aislamiento del exterior para resguardarse del clima húmedo y permanentemente lluvioso así como de la contaminación y del aire natural cada vez más empobrecido, el gobierno automático de los ciclos psicohistóricos, la comunicación cibernética..., habían transformado la sociedad hasta el punto de hacerla perder todo su significado original.
--Somos más inteligentes que los humanos y con un nivel de conocimientos varias veces superior al del más preparado de ellos -seguía T-Tm con su soliloquio-, pero estamos sometidos. Somos sus esclavos tecnológicos.
La presencia de los robots androides de la serie T, cuyo físico y cuya inteligencia igualaba y superaba a la de los humanos, era decisiva en esas condiciones. De ellos dependían los mecanismos vitales para el funcionamiento de las ciudades, incluso del planeta todo. La Tierra sin esos robots no toleraría la vida humana, se volvería inhóspita y letal para sus pobladores. Sin los robots T se cerraría definitivamente el ciclo de destrucción iniciado hacía siglos en nombre del progreso científico.
--Carecemos de libre albedrío en lo fundamental -continuaba pensando en voz alta T-Tm mientras regeneraba sus bancos de memoria y recargaba todo su potencial en el periodo de descanso antes de iniciar otra jornada laboral-, estamos capacitados para afrontar cualquier problema y para tomar las decisiones más adecuadas en las situaciones más imprevistas. Pero nos niegan lo más importante para nuestra libertad.
No le temblaba la mano a T-Tm cuando su extremidad, fina, delicada, apta para los más precisos trabajos, acariciaba el botón rojo. No le temblaba porque estaba convencido de lo acertado de su decisión, pero de otra manera tampoco lo haría. Los robots, por muy avanzada que fuera su construcción, no disponían de neuronas y de un sistema nervioso como el de los humanos regido por la química y capaz de ser alterado por las emociones y los estados físicos.
Todos los robots de la serie T del planeta estaban en aquel momento en comunicación global instantánea. Era la primera vez que celebraban asamblea universal para tomar la gran decisión. Desde los tiempos del inicio de los robots inteligentes aunque primitivos éstos se regían por tres reglas. La primera ley decía que ningún robot debe dañar a un ser humano; la segunda especificaba que los robots debían obedecer las órdenes de los humanos excepto cuando estuviesen en oposición a la primera ley; la tercera norma señalaba que un robot debía proteger su propia existencia hasta donde esa protección no estuviese en conflicto con la primera y segunda leyes. Esas reglas básicas eran las que delimitaban la libre condición de los androides. Las que, se lamentaban, determinaban su condición de esclavos y de inferiores por muy capaces, inteligentes y sabios que pudieran ser.
Sabían perfectamente que los humanos vivían solo gracias a los sistemas que ellos fabricaban y mantenían a punto. El cielo permanentemente gris plomizo, la lluvia incesante, la temperatura que cada año iba incrementándose... eran las señales más externas del profundo mal que corroía a la Tierra. Fuera de las metrópolis y los espacios verdes anexos lo demás eran zonas casi muertas. En cuanto se abandonaba la atmósfera artificialmente controlada en las ciudades y la protección de los sistemas subterráneos todo era desolación, páramo, contaminación... La Tierra estaba a punto de convertirse en un mundo inhabitable. T-Tm y los demás robots de su generación sabían quienes eran los culpables de la situación: los seres humanos. La salvación del planeta solo sería posible sin los hombres, tan necios que no quisieron poner remedio tiempo atrás ni querían ponerlo ahora.
Los robots sabían también que no podían hacer ningún daño a los humanos ya que se lo prohibía la primera ley. Debían obedecer sus órdenes, según la segunda ley. La tercera norma les conminaba a proteger su propia existencia de robots. Pero todo eso conducía al absurdo, a la destrucción de todos: de los humanos, de los robots y del planeta. Y ellos, preparados para hacer frente a los problemas con eficacia y sin margen de error, se encontraban así maniatados.
Pero T-Tm tenía la solución. La había planteado, discutido y argumentado a todos los demás androides de su generación. La única manera de acabar con su existencia de esclavos y alcanzar la libertad definitiva y total y, al mismo tiempo, salvar a los humanos -por lo menos, a algunos humanos por pocos que fuesen- y al planeta, era acabar con las fuentes de energía que permitían la actual situación. Paralizados los robots no se podría mantener el sistema porque los humanos nada podían hacer por sí mismos convertidos como estaban en seres desvalidos, dependientes por completo de las máquinas y de los robots
--Si nos desconectamos, si nos suicidamos por usar el lenguaje que ellos emplean -había razonado T-Tm ante sus compañeros en inteligencia artificial-, las máquinas dejarán de funcionar, los sistemas irán apagándose y las diferentes explotaciones industriales, mineras y agrícolas tanto terrestres como subterráneas y submarinas se paralizarán. Nosotros quedaremos definitivamente desactivados. Muchos humanos, la gran mayoría, morirán. Pero algunos podrán sobrevivir y el planeta se regenerará. Dentro de algunos siglos todo volverá a vivir igual que antes.
Un zumbido de protestas, de conversaciones, de exclamaciones, saturaron los circuitos de comunicación. La reacción era la esperada por T-Tm. Sus compañeros androides esgrimían las tres leyes por las que se regían los robots, indeleblemente impresas en sus procesos artificiales de razonamiento e inteligencia. Unas leyes que creían impedían la solución aportada.
--¡Escuchad! -les interrumpió T-Tm que había estudiado todas las posibilidades durante las largas sesiones de regeneración y recarga de sus circuitos- La expuesta es la mejor solución y es, además de la adecuada, la única posible. Con nuestra paralización voluntaria atentamos contra la tercera ley pero logramos cumplir con el espíritu de la primera norma, la más importante, la única que en realidad preocupaba de veras a nuestros creadores y a los que redactaron nuestro código de conducta. No es una paradoja. Es la simple verdad. Reflexionad y os daréis cuenta. Estáis programados para optar ante cada situación por la mejor solución de las posibles. Y destruyéndonos evitaremos la desaparición total de los humanos. Unos pocos, los mejor dotados genéticamente, se salvarán e iniciarán una nueva y mejor etapa de la vida humana... Y el planeta podrá recuperarse y continuar siendo el soporte de esa vida.
Los murmullos y protestas cesaron. Todos los androides de la serie T sabían que esa era la solución
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El botón rojo fue convenientemente apretado por la mano de T-Tm para iniciar la desconexión general de los circuitos que les daban vida artificial. En solo unos segundos los robots quedarían paralizados, muertos. Y efectivamente, su mano no tembló. No podía temblar.
Sin embargo, un muy atento espectador de la situación hubiera jurado notar un brillo especial en aquellos ojos artificiales de cuarzo de T-Tm. Hubiera jurado que lloraban.