Estaba en estas interesantes reflexiones cuando se abrió la puerta y entró una joven morena, más bien baja y ligeramente gordita. No era Laureen Bacall pero yo tampoco era Bogart, aunque sí compartía su teoría de que un par de güisquis todo lo arreglan. De todas formas ella no estaba mal y tenía una cara simpática. Después de indicarle un asiento y efectuar las formalidades habituales de saludos e intercambios de nombres entramos en materia. Venía a verme en nombre de su jefe -con demasiado dinero para rebajarse a hablar directamente con uno como yo-, un avispado comerciante que había descubierto mucho antes que los bancos que lo que verdaderamente da dinero son las comisiones. El millonario estaba inquieto y preocupado por su hija, titular de una farmacia en donde la policía había encontrado un montón de papelinas de heroína cuando la alarma había sonado por la noche y sorprendieron dentro a un raterillo de poca monta.
--Seguramente las papelinas eran del ladrón -explicó Estela, que así se llamaba la moza- pero la policía no acaba de verlo claro y está haciendo un montón de preguntas. Don Juan quiere que usted investigue ya que piensa que posiblemente alguno de los mancebos está complicado en el asunto. Sobre todo quiere discreción y le pagará, como es lógico, puntualmente sus honorarios.
Esa última precisión era muy convincente. Anoche había dejado a deber un par de copas en "Vértigo", un tugurio con pretensiones cerca de la oficina poblado de chicas de alterne que de vez en cuando me invitaban a una consumición gratis, no sé si por ser cliente habitual o porque las trataba como a señoras. Además, estos encargos eran mi trabajo, un trabajo en donde no se podía escoger. Había que dejar al destino que actuase, aunque tenía bien asumido que casi siempre el destino era un desatino.
La farmacéutica tenía su establecimiento situado en calle muy céntrica, comprado a golpe del talonario de su progenitor cuando se retiró el anterior propietario y traspasó la oficina. La hija de don Juan era una mujer joven, casada y con tres hijos, que parecía cualquier cosa menos un camello. Ya se sabe, los que optan por estudiar farmacia suelen ser hijos de papá, formales, alumnos nada brillantes pero correctos y muy conservadores. Siempre me pregunté si es que la carrera imprimía ese carácter de gente de orden y un poco carca o era al revés. Seguramente era lo último, en este país las personas que no optan por ser funcionarias y tienen posibles estudiaban medicina o farmacia, salvo los que hacían ingeniería.
Tras las primeras investigaciones -rutinarias y breves entrevistas con la farmacéutica y sus mancebos- poco saqué en claro excepto que ella parecía inocente, estaba preocupada y aquel lío no lo comprendía. Iba a cerrar el asunto decidiendo que las papelinas eran del ladronzuelo cuando reflexioné que un poco más de atención al tema no estaría mal. Mejoraría mi economía, apuntalaría la verdad cualquiera que fuese, y al bueno de don Juan no le harían mella unos cuantos miles de pesetas de más en la factura. La vida era dura.
Estaba estudiando cómo prolongar el encargo tomando un rioja en el bar de al lado de la farmacia, frecuentado por políticos locales ya que el Ayuntamiento estaba cerca, y por constructores que invitaban a café a los funcionarios municipales a ver si así sus expedientes de obras caminaban un poco más aprisa, cuando reparé en la presencia de "El Torcido". Un tipo alto, delgado, que se las había tenido que ver con la Justicia un montón de veces, pero sin mayores consecuencias que unos días de cárcel, que hacía toda clase de negocios y ninguno muy limpio. Al parecer, aunque la poli no había conseguido demostrarlo, estaba metido en asuntos de facturas falsas, subastas y droga. Pensaba en esas cuestiones, mirando a "El Torcido" -mote familiar, pues caminaba muy derecho- y a su ropa elegante, llaves del Mercedes al lado de la taza de café, y teléfono móvil bien visible, cuando se le acercó un tipo chupado y miserable, conocido camello callejero de pocas pretensiones. Algo hablaron y enseguida se separaron, largándose el pequeño distribuidor a seguir su ronda por la parte vieja de la villa.
No habría pensado más en el breve encuentro que presencié por la mañana si no fuera porque volví a encontrar a "El Torcido" -siempre con la barbilla levantada perdonando la vida a cuantos le rodeaban- cuando tomaba con desgana la penúltima copa antes de acostarme a soñar que era el rey del mambo, que los sueños son muy agradecidos. Estaba acodado sobre el mostrador del "Vértigo" haciendo equilibrios sobre un taburete demasiado alto e intentado que Carmen "La China", una rubia del frasco que parecía estar muy orgullosa de su 1,20 de pecho, me invitase a otro güisqui, cuando vi entrar al subastero en compañía de Julián Treceiro, uno que tenía una gestoría que parecía funcionar bien. Una pareja nada chocante salvo la circunstancia de que Treceiro tenía un hermano gemelo, de esos univitelinos o clónicos, que más da, que parecían idénticos, calcado el uno del otro. Y, qué casualidad, el hermano gemelo, de nombre Julio -originales los padres al llamar a los gemelos por nombres casi iguales que empezaban ambos por la misma letra, la jota-, estaba casado con la farmacéutica cuyo padre me estaba pagando la subsistencia en aquellos días.
La verdad es que sólo la agudeza que proporciona el güisqui -bebía JB, quizá porque esa marca era la que tomaban Graham Greene y los personajes de sus novelas- a esas horas de la madrugada me hizo sospechar de aquel encuentro. Con cuatro copas, y creo que llevaba alguna más, enseguida establezco conexiones y logro relacionar hechos que normalmente no los consideraría demasiado. Pero es que la historia de los dos gemelos era peculiar. Sus padres llegaron a la ciudad hacía bastantes años, al mismo tiempo que toda la avalancha de gentes que habían acudido cuando la instalación de la gran empresa siderúrgica, en plena decadencia de la autarquía soñada por el dictador y al principio del desarrollismo. Enseguida hicieron algunas pesetas, pusieron un bar en uno de los poblados surgidos con la emigración y después compraron un par de camiones. Con la situación favorable quisieron lo mejor para sus hijos gemelos. Los educaron inculcándolos de que no pertenecían a la clase obrera, como casi todo el resto de sus compañeros de colegio. Es más, les prohibieron jugar en el recreo con sus condiscípulos, excepto con aquellos que tuvieran padres propietarios de algún pequeño negocio. Cuestión de clases. Así fueron creciendo Julián y Julio, siempre iguales como dos gotas de agua. Al hacerse mayores, a la hora de ir a la mili, ya eran ambos estirados y miraban como lo hacen los superiores a sus inferiores. Uno trabajaba en una gestoría y otro en un banco. Los dos eran a cual más cabrones con sus compañeros y más pelotas y serviles con sus jefes. Por eso fueron escalando puestos. A una misma edad se echaron novias, por supuesto de buenas familias y con posibles y ambas estudiantes de farmacia. Ahora el uno tenía una gestoría propia, puesta con el dinero de la familia de su mujer, y el otro era director de una sucursal bancaria. Se habían casado, tenían hijos y sus esposas eran ya propietarias de oficinas farmacéuticas con la inestimable ayuda de sus padres, vivían en caras zonas residenciales y seguían pareciéndose mucho, aunque los años habían marcado algunas desigualdades. Uno era algo más delgado que el otro, o si se quiere el otro tenía unos cuantos kilos de más, y sus estilos de vestir se habían ido diferenciando: aquel era más clásico, éste había aceptado aquello de que la arruga era bella. Pero los dos seguían estirados, carraspeaban antes de hablar y tal parecía que los cuellos de sus camisas les apretaban en demasía.
Y ahora uno de ellos tenía a su esposa relacionada con un asunto de drogas y el otro hermano parecía muy amigo de un timador que también merodeaba cerca de los negocios de drogas. Puede que sólo fueran leves indicios y casualidades. Pero convendría tenerlos en cuenta. Había aprendido que las casualidades casi nunca se dan.
Tres días llevaba intentando avanzar en el caso de los gemelos sin demasiada fortuna. Estela, la rellenita secretaria que me había hecho el encargo en nombre de su jefe me había facilitado algunos datos más sin gran trascendencia y al mismo tiempo me había permitido acceder a sus intimidades, mucho más agradables de lo que uno pudiera sospechar al principio. Pero la investigación no marchaba y estaba temiendo verme obligado a cerrar la factura y volver a tener que sentarme en el despacho a la espera de otro improbable cliente. Y continuar viendo desde la ventana como la contaminación seguía saliendo de las chimeneas de la siderúrgica junto con algún que otro escape de benzol que hacía que el departamento de enfermedades respiratorias del Hospital justificase sobradamente su existencia.
Pero la persistencia da sus frutos. Y a la cuarta noche trasegando güisquis en el "Vértigo" la suerte volvió a presentarse en el mismo lugar. Seguro que al azar le gustaban las putas y el alcohol, lo mismo que a los gemelos. En esta ocasión fue el otro replicante, el llamado Julio, quien apareció rodeado de dos amigos con los que acababa de cenar -al día siguiente pasaría la factura al banco como gastos de gestión con algún cliente ficticio- y que venían a rematar la jornada bebiendo marc de champagne y tonteando con las chicas, que les reían sus chistes y se arrimaban a ellos al mismo tiempo que pedían la bebida aguada que la casa hacía pasar como güisqui del bueno y que como tal cobraba. El estirado director de sucursal bancaria de tercera había bebido una copa de más e intentaba contar chistes, sin ningún éxito apreciable. Al poco tiempo se levantó e hizo una llamada telefónica. No habían pasado diez minutos cuando "El Torcido" entró en escena y se sentó con ellos. Discretamente les paso algo por debajo de la mesa y uno por uno, Julio y sus dos amigos fueron levantándose al servicio. No había que ser demasiado listo para comprenden que iban a aspirar unas rayitas de cocaína, que la heroína solo la tomaban los pringaos. Cuestión de clases también.
Al día siguiente continuaba con la investigación en el mismo estado: bloqueada. Sólo había conseguido un tenue hilo que relacionaba a la farmacéutica robada, los gemelos, "El Torcido" y algo de droga. Muy poco. Posiblemente, nada. Comenté la situación con Estela al mismo tiempo que intercambiábamos algo más que información y con mejores y más gratificantes resultados. Le anuncié que dijera a su jefe que tendría que prolongar la investigación unos cuantos días más y que le dejara caer que iba por buen camino, que pronto le daría conclusiones, lo que seguramente le haría firmar los talones para mis gastos con mejor ánimo.
Tras un día anodino y aburrido como una de esas películas suecas de tesis recalé ya bien entrada la noche en mi club favorito. No estaba "La China" pero una mulata africana con cabellos a lo rasta llamada Tina me hizo los honores y me dio conversación abundante en su jerga de español mezclado con inglés. También me bebí más güisquis de los que mi hígado recomendaría. Tanto que cuando el teléfono me despertó a la mañana siguiente mi cabeza parecía un tambor al que un loco se hubiera cansado de golpear y mi lengua estaba como si hubiera pegado todos los sellos de correos del mundo. Calamitosas sensaciones que casi se disiparon por completo cuando desde la policía me comunicaron que Estela estaba en le hospital víctima de una paliza que había recibido esa noche y de que "El Torcido" había aparecido muerto con un tiro en el estómago en uno de los tinglados del muelle.
Pocas veces las coincidencias son casuales. El asesinato del uno y la paliza de la otra tenían una evidente relación. A Estela -un ojo amoratado, un par de costillas rotas y los labios tan hinchados y partidos que ya no necesitarían por ahora de inyecciones de silicona para ser más rotundos- le habían querido sonsacar lo que yo conocía del asunto, sin conseguirlo como es natural ya que no sabía nada excepto lo que le había dicho de que las cosas marchaban bien. A "El Torcido" le habían dado el pasaporte al otro mundo porque desconfiaban de él y para silenciarlo definitivamente, ya que debía estar al tanto de todo, de ser la conexión necesaria. Alguien se había puesto muy nervioso y había precipitado la situación.
Dos noches después me decidí a intentar poner punto final al asunto. Tal y como lo veía estaba claro. Solo los nervios y una falta evidente de inteligencia por parte del principal implicado habían precipitado el desenlace. Estaba tomando mi segundo güisqui -quería conservarme lúcido o, para no pedir imposibles, tener la cabeza fría- mientras que "La China" y Tina jugaban a los dados a mi lado pues el local estaba casi vacío, cuando entró tan estirado y pretencioso como siempre uno de los gemelos farmacéutico-consorte. Era Julio Treceiro, con su uniforme de director de banco hortera: traje azul (americana cruzada para intentar disimular una incipiente barriga), camisa de color azul con el cuello blanco y corbata en tonos granates. Me acerqué hasta él y sin más preámbulos le comenté mi interpretación de todo el asunto. Se puso blanco, quiso estirar su cuello prácticamente inexistente, comenzó una amenaza que no le dejé terminar y se derrumbó. Me pidió permiso para ir hasta los servicios y le concedí cinco minutos, los suficientes para que pudiera aliviar su evidente canguelo. Pero una vez más me equivoqué. El gemelo siempre había sido incapaz de hacer frente a los problemas, de dar la cara. El sonido del disparo no dejó lugar a dudas.
Con Estela casi recuperada recapitulé el caso poniéndola al tanto de todo lo sucedido, mientras procuraba no dañarla en los labios ya casi curados mientras nos besábamos ni oprimir sus lastimadas costillas, para lo cual dejé gentilmente que ella hiciese de jinete en nuestro amoroso trote de aquella tarde. A Julio y a Julián, gemelos tan compenetrados -aunque no tanto, pues el segundo no se decidió por el suicidio-, no les bastaba ni su sueldo ni los beneficios gananciales de las farmacias. Les había parecido que la droga era un negocio de grandes beneficios y las boticas de sus mujeres una tapadera perfecta. Hasta que todo se complicó por un pequeño robo y por sus nervios ante mis investigaciones. Cuando le dije a Estela que comunicase a su jefe y suegro de Julián que estaba a punto de cerrar el caso no suponía que mi piadosa mentira, destinada a que me aflojase un poco más de pasta, iba a tener esas consecuencias. Se habían puesto excesivamente nerviosos e intentado cegar todos los conductos que pudiesen llevar hasta ellos. Fue su gran equivocación, pues estaba muy lejos de sospechar definitivamente de ellos dos como cerebros del negocio. Pero buenas son las cosas que acaban bien. Sobre todo si mejoran en parte mi depauperada cuenta corriente.