La situación política en España pasa por unos momentos de gran confusión, de crispación y de ebullición de movimientos sociales y políticos, con un telón de fondo omnipresente: el descontento. La culpa de todo ello, según la mayoría de los analistas políticos, radica principalmente en el descrédito de los partidos políticos gobernantes (PP y PSOE), lo que el recientemente surgido partido polítics Podemos llama la casta, tomando la expresión de los italianos, y sorpresivamente suscitando en muy poco tiempo la simpatía de un amplio espectro de electores, tanto de la derecha como, principalmente, de la izquierda y de las amplias capas abstencionistas. Y señalan como desencadenante la corrupción que aflora con fuerza desde hace relativamente poco. Asuntos como Gurtel, los Eres andaluces, el caso Pujol, Granados y su red, las tarjetas opacas de altos cargos… Conclusión, los políticos son todos unos corruptos, están robando y hay que echarlos. Algo simplista, no todos son corruptos y efectivamente hay que depurarlos de sus cargos, como hay que exigir a los partidos políticos controles eficaces y una mayor transparencia.
Pero quien piense que todo se reduce a eso se equivoca. El malestar radica y se sustenta en la crisis económica que desde hace años azota a Europa y, principalmente, a los países del sur. Y a la incapacidad de solucionarla. O lo que es tan grave, a emplear soluciones que no tienen en cuenta a la población. Es decir, lo que ha llevado a cabo España de la mano de Alemania. Y que ha producido que una cuarta parte de la población activa esté sin trabajo y que la pobreza haya crecido exponencialmente. No se ha producido un estallido social gracias a la red de protección de la familia y alas ayudas sociales, insuficientes y menguantes. Los recortes en sanidad, educación, ayudas sociales…, la no regulación de los bancos y sus hipotecas… En definitiva, la destrucción en buena parte del Estado de Bienestar.
Eso es lo que está moviendo lo que pasa en España. Si ese Estado de Bienestar no hubiese desaparecido en gran medida, la corrupción sería igual de reprobable pero no alcanzaría las cotas de indignación actuales, ni el descrédito de los partidos políticos y de los políticos llegaría a tan altas cotas (descrédito que no alcanza, al parecer, a los corruptores, a esos empresarios que compran voluntades y olvidan la ética empresarial, si alguna vez existió). Por lo tanto, el acento de la protesta hay que ponerlo en su justo término: rechazo al actual desmantelamiento del Estado de Bienestar y de la política que prima a un capitalismo salvaje. Mientras los partidos políticos, al menos algunos de ellos, no asuman claramente esta situación y defiendan sin tibiezas políticas para reconquistar urgentemente lo perdido, el descontento seguirá creciendo y los flautistas de Hamelin encantaran a las masas con retóricas agradables a los oídos (autoritarismos fascistoides por un lado, revolucionarios vacíos, por otro) pero sin las suficientes soluciones prácticas
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