Palacio de Camposagrado, Avilés/Foto del autor
El anochecer se presentaba sereno con una temperatura muy agradable y un cielo límpido donde ya podía vislumbrarse perfectamente dibujado el Carro con la Osa Mayor y un poco más arriba Venus, tan brillante como de costumbre. Muy diferente de aquella noche de tormenta en la que fragata Victoria, un moderno buque de guerra, naufragó a causa de una galerna cuyo fortísimo viento del SO al NO, que se desencadenó repentinamente, desarboló su aparejo y corrió algunos cañones mal trincados de la batería del combés, entre el trinquete y el mayor. Uno de los tres palos había caído sobre el capitán que murió en el acto. La tripulación en su mayor parte pudo llegar a duras penas hasta una playa larga y extensa del litoral asturiano, un sablón conocido como Xagó.
Desde las ventanas del torreón donde se alojaba ya hacía más de un mes el teniente Espina, oficial que seguía en mando al capitán fallecido, gracias a la caridad y acogida de los Marqueses de Camposagrado tras el hundimiento del buque podía ver la pequeña y amurallada villa de Avilés, en la mitad del XVIII apenas un par de cuadrículas edificadas junto a las marismas y la ría con algunas chalans amarradas en el muelle, cuyas aguas casi lamían las paredes del palacio y de la iglesia cercana. Un paisaje que a diario acostumbraba el oficial a contemplar, punteado por los frecuentes tañidos de las campanas de las iglesias y del cercano convento de monjas bernardas, para matar así el tiempo ya que unas fiebres que había cogido y que le habían debilitado en grado sumo, no le habían permitido recorrer los alrededores como hubiera deseado.
Más de treinta días llevaba allí sin otra cosa que hacer que conversar con el Marqués, con una sobrina suya, o con el doctor Casal, que venía con frecuencia desde Oviedo, a cinco leguas de distancia, para tratar su enfermedad, ya que cuidaba a don Juan, el hijo segundo del Marqués que padecía de viruelas y que le dejaron marcadas la cara y las manos, señales que destacaban mucho en su rostro blanco y regordete, así como a su hermana pequeña que se había contagiado también. Ese mismo doctor curaba asimismo a Juanita, una de las jóvenes doncellas de la señora que estaba desde hacía poco a su servicio, originaria de una aldea cercana, en el término de Carreño, y que tenía lo que llamaban el mal de la rosa, una enfermedad que hacía salir unas costras espantosas en varios lugares del cuerpo, preferentemente en las manos. Aunque las conversaciones tanto con el marqués como con el médico eran motivo del agrado del marino, los días se le hacían largos y aburridos. Desde las ventanas del torreón miraba una y otra vez el pasaje de la villa y abstraído daba en pensar repetidamente en su prima segunda, María de las Mercedes. ¿Qué estaría haciendo en Cádiz? ¿Pensaría tanto en él como lo hacía él en ella? Iba para ocho meses, desde que partió de viaje con la fragata, que no la veía, que no disfrutaba del placer de su compañía.
-No se apene ni se aflija, amigo mío -interrumpió el doctor los pensamientos del teniente-. Pronto llegará el verano y es de esperar que usted se recupere del todo. Además, aquí, en esta región, el estío es la salud de los hombres y la alegría del tiempo: destierra cuantas nieblas, turbaciones y nubes tiene nuestro clima, dejando la atmosfera más lúcida que los finos cristales.
-No le había oído llegar, doctor Casal. ¿Qué tal se encuentran sus otros pacientes?
-Van mejor, y eso que las viruelas que padecen les hacen tener un vientre muy fluido. La que más me preocupa es la doncella de la Marquesa. Su enfermedad, la que llaman vulgarmente el mal de la rosa, es una de las afecciones endémicas más horribles y contumaz de este país. Yo creo, aunque tengo que realizar más estudios sobre el asunto, que la causa de esta enfermedad hay que buscarla en la temperie o constitución de la atmósfera y en la dieta de los enfermos. Casi todos ellos tienen como principal sustento el maíz o mijo de las Indias, con el que hacen harina, y papas que mezclan con la leche. Apenas comen carne, pues este mal suele ser de gente pobre.
Al doctor Gaspar Casal lo tenían considerado como un sabio los Marqueses y otros muchos personajes distinguidos. Pero también, como le habían comentado al teniente Espina algunas personas, había levantado envidias, murmuraciones y críticas. Unos decían que no tenía el título de médico, otros que tenía cuestiones pendientes con la Inquisición, como le había insinuado el padre Teodoro, un franciscano que solía frecuentar el Palacio. Pero no cabía duda de que era un estudioso constante, un observador agudo y perspicaz y que sus remedios solían ser oportunos y benefactores sobre las enfermedades que trataba.
Precisamente el padre Teodoro apareció en esos momentos, acompañado de la joven María Covadonga, la sobrina de los Marqueses. Una pareja de acusados contrastes. El franciscano, de pequeña estatura, enjuto, de negra barba, con una mirada huidiza y una carácter seco Ella, una joven agraciada, vivaracha y llena de alegría. Tanto, que el teniente se veía atraído hacia ella, por mucho que pensase en su lejana prima. En los dos últimos días sus conversaciones eran constantes y habían intimado.
-Perdonen que me entrometa -les dijo el padre Teodoro-. Pero no pude por menos que oír su conversación. La enfermedad, no tengo más remedio que discrepar de usted, Casal, nunca puede ser debida a comer poca carne, que es el alimento que excita los peores apetitillos del ser humano. Más bien será debida a trastornos del alma ya que no en vano el mal aparece en personas de baja calidad y educación, alejados frecuentemente de la palabra de Dios.
-No confunda alma y cuerpo, padre Teodoro -replicó el doctor Casal, con evidente desprecio hacia el religioso- Más bien los humores del cuerpo son los que pueden influir sobre la mente y el comportamiento de las personas.
María Covadonga, con un mohín lleno de coquetería, quiso cambiar el tema de conversación, que se veía que iba a desembocar en una disputa un tanto agria y en una confrontación ya habitual entre médico y franciscano.
-Teniente, lo veo con mucho mejor aspecto. ¿Por qué no me sigue contando sus aventuras marinas?
Ante ello, el doctor Casal se aprestó a marchar aduciendo que tenía que volver a visitar a los enfermos,. El franciscano, no sin lanzar una mirada suspicaz sobre la pareja, también salió camino de la capilla del Palacio.
-No se pondrán de acuerdo sobre nada -comento la joven-, siempre están debatiendo.
-El padre Teodoro es muy rígido e intolerante -dijo el teniente- aparte de que me parece bastante ignorante.
-Pues siempre habla con rotundidad, sancionando todas las conductas e ejerciendo su autoridad divina como religioso.
-Es un fanático. Y los fanáticos nunca dudan -concluyó el teniente Espina-pero hablemos de otras cosas más gratas…
Pasaron un par de semanas y el teniente Espina ya se había recuperado totalmente. Lo que le había permitido conocer las aldeas y campos de loos alrededores así como el pequeño puerto de ría donde atracaban tanto los barcos de pesca como los de mercancías, algunos procedentes de Francia y Holanda. Su amistad con María Covadonga se había intensificado y su compañía se había hecho poco menos que imprescindible. Casi todos los días los pasaban juntos, hablando de cualquier tema y, bien solos, bien en compañía de los marqueses, hacían excursiones aprovechando el buen tiempo.
El joven militar estaba molesto consigo mismo y se interrogaba sobre su situación y sentimientos. ¿Se podía amar a dos personas al mismo tiempo? Creía estar enamorado de su prima segunda. De hecho su relación con ella en Cádiz era de novios y en la familia todos daban por sentado que se casarían. Pero ahora, en su corta estancia en Avilés, en el extremo opuesto del mapa de España, sentía una fuerte atracción por maría Covadonga. Le gustaba físicamente, se sentía atraído por ella, y le gustaba también su manera de comportarse, de expresarse, de pensar. Si quería ser sincero consigo mismo tenía que reconocer que se había enamorado de ella. Era un conflicto que le angustiaba. Pero los ojos, los labios y el cuerpo de Covadonga le tenían totalmente cautivo.
La situación se había hecho evidente. Tanto que el doctor Casal le había dicho que ya estaba totalmente curado y había bromeado con él afirmando que la mejor de las medicinas no siempre se encontraba en los fármacos.
-La buena compañía, la amistad, la belleza y el amor hacen milagros en la salud, Espina -había afirmado el médico en relación con María Covadonga.
Pero el debate interno, las dudas y la sensación de culpabilidad que a veces embargaba al teniente tuvo un desenlace abrupto e inesperado. Un día fuhe llamado por el Marqués, quien lo recibió en su gabinete de trabajo donde estaba acompañado por el padre Teodoro. Se notaba una atmósfera tensa. El Marqués, con evidentes muestras de desagrado e incomodidad por el papel que le tocaba representar, fue directo, más bien brusco, sobre la situación que tenía que exponer. Comentó que lo hacía a instancias de los consejos y apremios del franciscano. Habló de sus obligaciones como tutor de su sobrina. Y planteó que había que clarificar las relaciones existentes entre el teniente Espina, su huésped, y su protegida María Covadonga.
Mucho más incisivo, cortante y desagradable fue el religioso. Habló, cómo no, de pecado, de situación inmoral, de libertinaje propio de los marinos, y más si estos eran vecinos de una ciudad como Cádiz, llena de geste procedente de todos los países y con una sociedad liberal que conduciría a la ruina a España.
-Se están perdiendo los valores morales, las esencias del cristianismo, e incluso las formas más elementales. Usted, Espina -le fulminó el padre Teodoro, en plena exaltación de su discurso apocalíptico-, es un hombre con educación y sabe que lo que está haciendo es malo. Tiene novia en Cádiz y no puede, por tanto, hacer la corte a la señorita María Covadonga que, como todas las mujeres, es débil ante el amor. Usted está corrompiendo la integridad de esa joven. Me veo obligado a recomendar a su señoría, el Marqués, que de por finalizada su estancia aquí, ´puesto que está totalmente recuperado, y que interne por una temporada a su sobrina en el convento de las monjas bernardas, en las proximidades del palacio y, por tanto, donde podrá seguir ejerciendo con toda facilidad la tutela que tiene encomendada.
A los pocos días, en cuanto un barco apropiado arribó al puerto, el teniente Espina se despidió de la familia del marqués agradeciéndoles todos los favores recibidos y el trato que le habían deparado. El doctor Casal, momentos antes, le había dado un fuerte apretón de manos susurrándole de los peligros del mal del fanatismo, de la intolerancia y de una religiosidad mal entendida. El propio Marqués se mostraba compungido y evidenciaba que la situación desencadenada no era de su agrado. A María Covadonga no la pudo ver.
Ya en el bote de remos que lo llevaba hasta el barco, con la fresca brisa acariciándole, mientras abarcaba con un último vistazo la silueta del palacio, con una fachada marítima sobria y semimilitar en contraste con la recargada y adornada que daba a la villa, el teniente Espina continuaba sintiéndose confuso sobre sus sentimientos y sobre la desagradable situación. No sentía que hubiese obrado mal. Simplemente, la vida era complicada. Regularla desde esquemas preconcebidos, de rígidas normas y sin sentido de lo humano, desde el desconocimiento y el rencor, era antinatural. Antes de abordar el pequeño navío que lo llevaría de vuelta a Cádiz dedicó un último pensamiento a María Covadonga, a sus ojos llenos de amor y cálida comprensión, y sintió un gran vació en el estómago y un brote de rabia y rebeldía.
( Publicado en El Centauro (2003) una muestta de la narrativa asturiana, seleccionada por Saúl Fernández)
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