martes, 16 de agosto de 2011

LOS LADRONES DE ESTRELLAS (relato)


Y tiritan, azules, los astros, a lo lejos
Pablo Neruda


Aquiles García Lamela era tío abuelo de Abril. Acababa de regresar de su largo exilio en México. Casi cincuenta años lejos de su tierra natal. Se había tenido que marchar poco antes de que finalizase la guerra civil y desde entonces no había vuelto a ver las brumas y los verdes y húmedos prados de su Galicia, ni su mar alborotado. Ahora, por fin, volvía ya con demasiados años encima pero con la ilusión de una nueva etapa, aun sabiendo que sería la final de su larga y azarosa vida. Abril quería conocerlo y por eso decidimos emprender viaje hasta Orense, concretamente hasta Sarreaus, un pueblo -casi una aldea- donde había ido a vivir a la casa de una hermana. El viernes, al caer la tarde, llegamos a Verín y nos instalamos en su Parador situado a las afueras de la población, como suele ser costumbre en esta red de hoteles que busca parajes bellos y tranquilos. En este caso, en la cima de un monte, rodeado de viñedos y justo al lado del castillo de Monterrei, un buen conservado baluarte medieval que dicen sirvió de refugio a Pedro I El Cruel en las luchas contra su hermano Enrique II de Trastamara, un dato histórico un tanto dudosos, según mi particular criterio, pues conozco ya un montón de sitios donde paró El Cruel, que debió ser un rey no sólo muy batallador sino muy viajero.

Nada más ocupar la espaciosa habitación, Abril telefoneó comunicando nuestra llegada. Se decidió que allí mismo esperaríamos al recién repatriado. Aquiles resultó ser un viejo pequeño, delgado, que conservaba casi todo su pelo, eso sí muy blanco, y con unos vivaces y alegres ojos azules. Se mantenía muy bien para su edad y parecía tener una mente ágil y lúcida. Tras los abrazos y primeras impresiones de rigor, decidimos cenar en el comedor del Parador : él, nosotros dos y otra sobrina que lo acompañaba. Como nos dijo, estaba contento por su regreso y con unas enormes ganas de recorrer toda Galicia, en principio, para después visitar otras ciudades españolas. Apenas hacía tres semanas que había llegado y se encontraba lleno de ganas de vivir, de recobrar todos esos años lejos de su tierra. Por eso, al pedir la cena fue tajante: quería pulpo, pulpo á feira, y regado con un buen vino tinto, un vino de la tierra, de allí mismo, de Monterrei pues quería comprobar hasta que punto era cierto lo bien que le habían hablado de los nuevos vinos gallegos.
Tras la cena, excelente, que fue larga y muy hablada y en donde Aquiles se reveló como un conversador sabio, de buenísima memoria y muy ameno, dimos un ligero paseo por las afueras del Parador, presidido por la poderosa imagen iluminada del castillo, que destacaba en la apacible noche tachonada de estrellas como un gigantesco y admirable decorado.
--¿Saben lo que más ha cambiado en todos estos años? preguntó el anciano en un momento dado del paseo - ¿Lo que más contrasta con los recuerdos de cuando era un rapaz aquí en Galicia?. El cielo, el cielo por la noche. Me fijé en ello hace ya muchos años, en México capital. Allí, como en todas las ciudades, el cielo cuando está estrellado es menos cielo del que recuerdo de cuando era niño. Tanta luz, tanta iluminación en las ciudades y en los pueblos , no dejan observar a gusto el cielo cuajado de estrellas..
Dio unos pasos más y alzo una mano, aun firme y vigorosa pero con esas manchas marrones que son portavoces de la vejez, señalando el oscurísimo cielo que lucía con multitud de puntos brillantes como alfileres de luz clavados en una negra tela de satén.
-Miren: se ve bien la luna... y allí Venus..., y aquello seguramente será Júpiter.- fue señalándolas- En las ciudades ya no se pueden distinguir. ¿Y las demás estrellas y constelaciones, menos brillantes o más lejanas, dónde están?. De crío me gustaba mucho mirar durante las noches al cielo, contar y localizar los astros. Tenía un mapa de la esfera celeste y casi me lo sabía de memoria, con la situación de un buen montón de estrellas. Era un pequeño astrónomo aficionado a mirarlas, a reconocerlas y a soñar con ellas en otras vidas, en aventuras, en un mundo mejor... Un mundo que no fue así, que no es así, sino cruel, lleno de guerras despiadadas como la nuestra que rompió a España en dos, y como tantas otras que no cesan... ¿Dónde está ahora la Vía Láctea?. Con todas esas excesivas luces y con tanta contaminación ¿cómo puedo localizar a Retículo, Ofiuco, tucán o Berenice? ¿Dónde están Eridano, Perseo y tantas otras?
*****
Al día siguiente, fuimos a comer a casa de la hermana de Aquiles. Mientras se ultimaban los preparativos en la cocina, dimos un largo paseo por los campos de los alrededores. Hacía un buen día, con un sol luminoso y ese cielo del norte que cuando está despejado y sin nubes tiene una intensidad de color azul difícilmente encontrable en otros parajes. Mientras caminábamos el anciano seguía contándonos su vida de trasterrado. Poco después de llegar a México, donde había sido excelentemente acogido como a tantos otros españoles exiliados tras la guerra, le facilitaron un empleo en un taller de encuadernación en donde aprendió el oficio y conoció a la que luego sería su esposa, la hija del dueño.
-Allí fui feliz y encontré las que terminarían siendo mis dos pasiones: el amor de mi mujer y el amor por los libros bien encuadernados en piel -fue rememorando mientras daba unas ligeras chupadas al tallo de una hierba arrancada durante la caminata-. Lucita, que así se llamaba, tenía unos grandes ojos negros y una luminosa piel dorada.. A veces no reparamos en ello pero la piel es muy importante, mucho... Tanto en las personas como en la encuadernación de los libros. Las personas nos miramos, nos hablamos, pero no acabamos de conocernos de verdad hasta el momento en que nos tocamos, hasta que juntamos piel contra piel. ¿Os imagináis un mundo en que la gente no se rozara, no tuviera contacto físico?
Al cabo de unos minutos, ya regresando hacia la casa, volvió a aclarar el tema.
-Primero, el trabajo en la encuadernación no me dijo nada. Lo hacía porque era una manera de poder vivir. Pero poco a poco fue gustándome. Fui encontrando agradable tratar la piel, acoplarla a las páginas de los libros, darle forma, decorarla... Hay muchas maneras de encuadernar en piel: la plateresca, la heráldica con diversos escudos, la Duseil, la francesa, la barroca, la imperio, la neoclásica, la gofrada... Me especialicé en la encuadernación llamada de encaje, una técnica procedente los siglos XVII y XVIII, consistente en el uso de finos hilos dorados y unas ruedas que van formando una orla que contornea las tapas. Se puede hacer con motivos florales o geométricos, admitiendo muchas filigranas y formas... Ya sé que lo importante de un libro es su contenido, que lo demás es apariencia simplemente. Pero a veces, transformar un viejo ejemplar, releído y en mal estado, y convertirlo en un bello libro, de bruñido tafilete y panes de oro, es como crear a una nueva y prometedora criatura.
Aquiles, ya lo he hecho notar anteriormente, era un buen conversador. Saltaba de un tema a otro con facilidad, poseía una amplia erudición, y a veces se detenía en temas infrecuentes pero de los que hablaba con solvencia y de los que sacaba lúcidas consecuencias. Sólo con la guerra civil se mostraba amargo y un tanto reticente. Apenas se refería a ella y sólo cuando era imprescindible. Había sido -y continuaba siendo- republicano de izquierdas. Pero, según comentó, ahora era bastante escéptico en cuestiones políticas. La actual izquierda le parecía tímida y entregada al triunfo del mercado y a las teorías de la globalización. Así lo comentó más tarde, a los postres de la cena, con unas copas de orujo de la tierra, poco antes de que anunciáramos nuestra marcha y lamentáramos la breve estancia a causa de compromisos por nuestros trabajos.
Ya como despedida, cogiendo con cariño una mano a Abril, nos instó a que no cayéramos en el escepticismo y que viviéramos intensamente la vida en todas sus facetas.
-Hay que luchar siempre en esta vida -nos animó-, vender caras las ilusiones y creencias, no abandonar nunca. No permitíais que os roben las estrellas: si las del cielo ya se encuentran con dificultad y esfuerzo, las otras estrellas, las íntimas de cada uno, nadie debe apagarlas.
Cuando ya en el coche nos alejábamos, dejando atrás la iluminada silueta del castillo de Monterrei, a la vista del cielo estrellado teníamos presente la entrañable figura y la interesante conversación de Aquiles. Entonces no sabíamos que nunca más podríamos volver a hablar con él. Un ataque al corazón se lo llevó a las pocas semanas. Apenas había tenido tiempo de disfrutar de su tierra desde que regresó a España después de toda una vida de exilio.
(Del libro "Tú serás mi último fracaso")

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