lunes, 23 de julio de 2012

CAPITALISMO SALVAJE CONTRA DEMOCRACIA Y CIUDADANOS

Los beneficios, único objetivo del capitalismo

La bolsa, sistema especulativo por excelencia

El brazo político del capitlaismo salvaje

Los nacionalismo y la desunión europea pueden llevar a las peores consecuencias

¿Quién manda en el mundo?
La dichosa prima de riesgo desbocada, por las nubes y superando ampliamente los 600 puntos y en plena zona de rescate, la bolsa por los suelos, el paro en escala que parece eterna, los recortes ya abarcan a todos (menos a las grandes fortunas), los negocietes de banqueros y corrupciones varias y abundantes en los políticos y la desesperación, el desánimo y la depresión parece ser el estado habitual de este país. Y en este magnífico y eficaz caldo de cultivo se incendian las redes sociales, los comentarios en calles y bares, las durísimas apostillas por Internet en los diarios: fuera los políticos. Y las encuestas demoscópicas así lo confirman. La sociedad española, o una mayoría muy apreciable de ella, no solo no confía en la clase política sino que comienza a abominar de ella. Y aunque no les falte buena dosis de razón, no conviene simplificar ni pasarse. Ni mucho menos buscar salvadores individuales. Claro que los políticos tienen muy buena parte de lo que nos sucede pero no conviene generalizar ni simplificar en extremo. Vamos a intentar analizar la situación.
Desde hace ya bastantes años (exactamente desde la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989), primero tímidamente, más tarde descaradamente la economía capitalista vio llegada la hora de imponer sus teorías y ejecutar sus beneficios por encima de quien fuese. Su única misión: lograr beneficios; cuantos más, mejor. Su única visión: convertir sus leyes de mercado en absoluto patrón para el mundo. Todo esto apoyado por la creación, el sostenimiento y el impulso de su derivada política como palanca para conseguir sus objetivos: el más duro y puro liberalismo económico nacido de la escuela manchesteriana -así denominada por el socialista alemán Ferdinand Lassalle quien la denunció por abusiva- allá por la mitad del siglo XIX que propugnaba una libertad económica incondicional. Y esa reclamada libertad económica sin cortapisas fue poco a poco intentando imponerse, ganar posiciones sin respeto a nada (cuántas películas sobre negocios al olor de ganancias despiadadas en Wall Street hemos visto en el cine). Pero el temor, el miedo, de la guerra fría, de que el comunismo fuese ganando posiciones fue durante bastantes años lo que frenó ese movimiento, lo que hizo asimismo surgir la socialdemocracia de la mano de democristianos y socialistas para intentar crear el llamado Estado de Bienestar, otorgando a la clase trabajadora beneficios justos y retribuciones adecuadas por su trabajo y un entorno social -educativo, sanitario y de jubilación, sobre todo- que alejase la amenaza comunista. Una operación esta última que resultó casi perfecta. Pero una vez desaparecida la amenaza de la revolución comunista, el mercado capitalista consideró llegada su hora. Dominar los mercados, la economía y las naciones. Para ello el estado del bienestar les estorbaba, o por mejor, les estorbaba que no pudieran tener en sus manos fuentes de tanta riqueza como la sanidad, la educación y los seguros de jubilación. Mientras tanto una parte de los políticos profesionales ayudaban a ese objetivo propagando teorías como que cuanto menor Estado mejor, que las empresas públicas eran una rémora y que todo lo privado era más eficaz.
Fueron, hay que reconocerlo, eficaces. Y hasta políticos socialdemócratas, como el presidente de los EEUU, Bill Clinton, llegó a hacer famosa aquella su frase de que lo que importaba era la economía. Y sí, claro que importa. Pero lo justo. Importa más la política, hoy tan denostada, pero imprescindible si queremos sociedades democráticas y en las que todos los ciudadanos puedan opinar. Pero según van ganando los mercados, la política va perdiendo. El poder real se desplaza: pasa de los ciudadanos y sus instituciones políticas/democráticas a los mercados de capitales. Y el sistema de partidos políticos se resquebraja. Tanto que llegamos a una situación -en España como en algunos otros países se venía viendo desde hace años, desde antes del estallido financiero- en que el problema ya no son los políticos sino el sistema de partidos políticos. Se llega a la paradoja que ellos son la base y la defensa del sistema democrático y, sin embargo, no son ellos mismos democráticos o, al menos, son insuficientemente democráticos. Una paradoja que nos está costando muy cara, hasta el punto de que el problema se ha convertido en sistémico, afecta a la totalidad de la organización.
El problema que afrontamos es grave y muy complejo. Pero debemos poner las cosas en su justo término. El principal enemigo es la economía salvaje de mercado. La política necesita una amplia regulación y reforma, hay que moralizarla como a muchos políticos profesionales. Pero por ahora la democracia y la política democrática parece ser la única que puede poner limites y reglas al mercado. Necesitamos más política, menos tecnócratas y una economía al servicio del hombre y de la sociedad. Para ello es necesario el fortalecimiento -tras su fortalecimiento ético y democrático- de los partidos políticos y de los políticos. Está bien criticar, es justo y necesario. Pero sin demonizar en general. Como en el juego de las siete y media no conviene ni pasarse ni no llegar.

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