lunes, 25 de abril de 2011

ENCUENTRO EN LA NIEBLA (Relato)

                                Montañas de Oaxaca/Foto del autor

La muerte es el hecho primero y más antiguo, y casi me atrevería a decir: el único hecho
(La conciencia de las palabras. Elías Canetti)

... y logró sacar de aquel vértigo el recuerdo perdido que relució  como una moneda bajo la lluvia.
(El hacedor. Jorge Luis Borges)

Conducía por carreteras secundarias para huir de la monotonía de las autopistas y conocer algo más de los lugares por donde pasaba. Acababa de atravesar todo un paisaje industrial lleno de chimeneas, gasómetros, humos, altos hornos y bastantes  naves abandonadas, fantasmagóricamente iluminadas. Justo entraba en una larga recta y había dejado atrás un indicador que ponía Solís, un lugar junto a Avilés, en Asturias, cuando una espesísima niebla me rodeó. Apenas veía nada y tuve que aminorar la marcha. A menos de cuarenta kilómetros por hora y me costaba distinguir algo más allá de mis narices. En la radio, la 2 desgranaba « Nuit sur les Champs Elysées », de Miles Davis. Muy apropiado, tanto por lo de la noche como por la tristeza y misterio de la pieza que armonizaba con aquella espesa niebla algodonosa que hacía irreal el camino.
Llevaba un cuarto de hora en esas condiciones. Conducía despacio pues tan solo podía vislumbrar unos metros de la carretera. Estaba comenzando a ponerme nervioso. Lo único que me gustaba de conducir era la posibilidad de ver los diferentes paisajes. Y no aquella niebla que trasmutaba en opresor todo lo que me rodeaba. De repente, me vi obligado a frenar bruscamente pues un Fiat Bravo estaba medio atravesado en la carretera. Entonces apareció ella. Como recién salida de un salón de belleza. Se acercó a mi coche y me pidió si la podía llevar. El suyo se había estropeado. Naturalmente, le dije que sí, que encantado. Subir a una bella desconocida al coche es una situación que siempre podía prestarse a ser el marco de una aventura amorosa. El inicio de una relación que muchas veces se piensa pero que nunca ocurre. No soy muy hablador y me costó iniciar un tema de conversación. No pude rehuir los tópicos y comenzamos hablando de averías en los coches. Pero era muy simpática y habladora y el diálogo se desarrolló con fluidez. Era ella la que llevaba el peso de la charla. Mientras tanto la niebla seguía espesa, resultaba muy molesta y el tiempo pasaba sin que llegáramos a ningún sitio. Comenzaba a preocuparme pues ya deberíamos haber entrado en Oviedo. Un cuarto de hora más tarde continuábamos en la misma situación. Empecé a considerar la posibilidad de que en la niebla me hubiese equivocado de carretera e inadvertidamente hubiera tomado un ramal secundario. Estábamos comentando esa circunstancia cuando divisamos unas luces, una casa y letreros que señalaban un hotel y bar restaurante.
Decidimos parar a tomar algo. Unos bocadillos, unas cervezas, una agradable conversación. Sus ojos cálidos que miraban con interés y su sonrisa franca, abierta y acogedora hicieron que el tiempo pasara rápido. Afuera la niebla continuaba. Medio en broma, especulamos con tener que pasar la noche allí. Y, de repente, no sé muy bien cómo, eso decidimos. En la recepción del hotelito nos informaron de que sólo disponían de una habitación libre y no de dos como yo había demandado. Iba a desestimar la oferta cuando ella se me adelantó y sin consultarme decidió que nos quedábamos con el cuarto. Dirán que era una situación ideal para una romántica aventura, más con una mujer como ella, guapa, joven y simpática. Sin embargo, mientras subíamos a la habitación situada en el primer piso, estaba nervioso y preocupado por cómo comportarse en ese trance.






Me desperté con dolor de cabeza. La habitación era de color blanco, pequeña. El pie de la cama era metálico e igualmente pintado de blanco. Me costaba mover el cuello y al ir a mirar la hora en el reloj de pulsera sentí un tirón y un agudo dolor. Tenía el brazo vendado y unido a las gomas de un gotero. Estaba en un hospital. Sorprendido fue examinando todo a mí alrededor y evaluando mi propio estado. Tenía colocado un collarín en el cuello y una de mis piernas estaba escayolada. También tenía vendada la frente.
Noté una rara sensación en el estómago. Como un vacío. ¿Qué hacía en un hospital? Sólo recordaba la niebla, el encuentro con aquella mujer y que habíamos pasado la noche en un hotel, en la misma habitación ya que no había libre ninguna otra. No podía recordar nada más. ¿Cómo de aquella situación pasaba a esta?   Una y otra vez lo pensé y no logré encontrar ninguna respuesta válida. Lo único que conseguía recordar era eso. Y muy nítidamente. Ella, su melena ligeramente rizada, sus ojos grandes, sus labios llenos, la sensación de camaradería, lo bien que me había encontrado en su imprevista compañía. Elisa, se llamaba Elisa. La había conocido y al poco tiempo parecía como si fuera mi amiga de siempre. O puede que algo más que mi amiga. Habíamos subido a la habitación del hotel... ¿y después? A partir de ese instante no recordaba nada. No sabía lo que había sucedido y por qué estaba en una habitación de hospital.
Entró un médico acompañado de una enfermera. Me sonrió automáticamente y me felicitó por haberme despertado. Era una muy buena señal, me dijo, tras una semana de permanecer inconsciente. Algo habló de un accidente de coche y de un fuerte traumatismo craneal que les había tenido muy preocupados. Pero aseguró que me recuperaría pronto, en apenas una semana si todo seguía bien. Cuchicheó algo a la enfermera, que me puso una inyección, y se despidieron. Comencé de nuevo a pensar en lo que me había sucedido y en el evidente vació de memoria que tenía cuando empezó a hacer efecto el sedante. Apenas un instante más y noté que me quedaba dormido.






Ella, Elisa, estaba conmigo. Me tenía cogida la mano y reposaba a mi lado. La luz  tibia del sol entraba por la ventana, a la izquierda. Su pelo me cosquilleaba en el hombro desnudo. Se estaba bien así, con una sensación de placidez muy grata. Apenas nos rozábamos en la cama pero sentía que su cuerpo rotundo junto al mío me transmitía su grato calor debajo de las arrugadas sábanas. Comentamos que si fuera una película norteamericana uno de los dos, al menos, estaría fumando. Pero ni ella ni yo teníamos ese vicio. Se río con calma, sosegadamente, y algo dijo sobre que esto había sido mejor que una película. Soltó su mano de la mía y se apartó un mechón de pelo de la cara, dejándome ver uno de sus pechos, pleno, blanco y redondeado, que parecía justo hecho a la medida de mi mano. Pensé que las cosas empezaban, por fin, a ir bien.






El ruido del taconeo de una mujer en el pasillo me despertó. Sobresaltado, fui consciente de que estaba en la habitación del hospital. En la cama de la derecha estaba un enfermo que respiraba afanosamente y se quejaba suavemente en sueños. Me seguía doliendo la cabeza. En el silencio nocturno volvió a oírse el apresurado caminar de alguna enfermera poco considerada con el descanso de los internados.
Lejos quedaba Elisa y la habitación del hotel. Volvía a revivir aquel encuentro. Por la mañana ella había comentado lo imprevisto del destino, lo impensado de las situaciones a las que el azar nos conduce, y se dispuso a llamar a un taller de reparaciones con grúa para que le recogiesen su coche y solucionasen la avería. Con esa sonrisa suya, que todo lo inundaba de simpatía y calidez, se despidió con un beso. Murmuró sobre seguir cada uno su camino y a su manera y tarareó en voz baja “My way”, como Frank Sinatra. Todavía podía sentir ese beso en mis labios. Había sido un beso de adiós, ligero y suave, pero en él había puesto mucho más que una despedida rutinaria.
Intenté relacionar las dos situaciones, el accidente y el encuentro con ella, pero me volví  a quedar dormido sin haber logrado llenar el vacío que separaba una de otra.
Entre sueño y sueño, entre recuerdos más o menos precisos, fueron pasando los días hasta que una mañana el médico acompañado de la enfermera se presentó a pasar su acostumbrada visita matinal. Se sentó despreocupadamente al borde de mi cama, esbozó la acostumbrada sonrisa profesional -¿la enseñarán en la Facultad o será una habilidad innata?- y tras un somero examen me dijo que me alegrara, que ya estaba suficientemente recuperado y que ese mismo día me daría el alta. Entonces le exigí una explicación más detallada del accidente. Al principio se resistió, pero ante mi insistencia me lo contó. Había embestido con mi coche a otro que estaba atravesado en la carretera. Sin duda, a causa de la espesa niebla que había aquella noche, comentó. En el choque había muerto la conductora de aquel vehículo. Ante mis preguntas me enseñó, algo más tarde y ya en su despacho, recortes de varios periódicos donde venía relatado el suceso. La foto de la víctima mortal se había publicado. Era ella. Era Elisa.






Hacía más de tres horas que había salido del hospital. Ya no tenía ninguna duda sobre el accidente. El atestado de la Guardia Civil era concluyente. La víctima era Elisa Gutiérrez Mestres, de treinta y dos años. Me encontraba como mareado no podía asimilar lo que había pasado. Seguía sin acordarme del choque. Y, además, aun comprendía menos lo sucedido. Porque de haber pasado las cosas así –y de ello no había duda a la vista de los informes del Juzgado y de lo publicado en la prensa- todavía eran más inexplicables mis recuerdos de Elisa, del encuentro con ella, de la estancia en el hotel, de la noche que habíamos pasado juntos... Sencillamente, eran recuerdos imposibles. No podía tenerlos pues nada de ello podía haber sucedido. Ella había muerto antes. No había podido invitarla a subir a mi coche, ni hablar con ella, ni nada de todo lo demás. Ella ya estaba muerta pues nuestro encuentro era posterior en el tiempo. Yo recordaba nítidamente haberla tratado después de haber visto su coche parado entre la niebla. Por tanto después del accidente y de su muerte. Era imposible.
En el taxi, camino del aeropuerto, no podía dejar de pensar en todo ello, en aquellos recueros imposibles que almacenaba mi cerebro. Tenía que haber sido un sueño o una pesadilla a causa del traumatismo craneal y de los fármacos que me habían administrado para sedarme. Pero mi cuerpo me decía que no, mi piel aun conservaba la sensación del tacto de su piel, mis labios el calor de su último beso de despedida. Ya en la sala de espera, aguardando el anuncio del embarque que se estaba retrasando, intenté alejar aquella fantasía. Procuré hacer cuentas de cuando podría ser mi vuelta a Asturias... Seguramente, dentro de unos meses, por las vacaciones de verano, a no ser que por las Navidades pudiera coger algunos días, prolongar el puente y dejar Madrid.
Ya instalado en el avión –había pedido asiendo de ventanilla para poder ver así la costa, el mar, los verdes prados y los picos de Europa- me dispuse a hojear el periódico, a ponerme al día de la situación del país, seguramente tan aburrida y decepcionante como de costumbre. Aunque el avión parecía ir lleno, el asiento contiguo al mío no estaba ocupado. Mejor, pensé, así no tendría que intercambiar esas frases rutinarias con el viajero de al lado. Y, además, podría acomodar mejor mi pierna escayolada. Desplegué las páginas del diario y me dispuse a leerlo de atrás hacía la portada: los comentarios de televisión, economía, deportes, sociedad y cultura, nacional, opinión, internacional... En eso estaba cuando a punto de despegar el avión entró corriendo el último y rezagado pasajero acuciado por la azafata para que ocupara su asiento lo más rápidamente posible. Lo hizo en el único que estaba vacío, a mi lado. Y al sentarse, me miró y apartando de la cara su melena ligeramente rizada me sonrió. Era ella. Era Elisa.
Entonces lo supe. Tuve la certeza de que el avión se estrellaría. De que en el accidente yo moriría, moriríamos todos. También Elisa.

Del volumen "Tú serás mi último fracaso"

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