viernes, 1 de abril de 2011

TÚ SERÁS MI ÚLTIMO FRACASO (Relato)



Fue toda una sorpresa. La última que hubiera esperado. De ella, no. De Elena, no. Era su tercera mujer, más joven que él, muy dulce y enamorada, siempre dispuesta a complacerle: se llevaban y se entendían perfectamente, tanto en el trabajo como en el hogar o en la cama donde ella era ardiente, apasionada y afirmaba que la hacía disfrutar  lo indecible. Sí, sí, pero ahí estaba: sorprendida en el camerino, desnuda entre ropas y maquillajes revueltos y tirados por el suelo y en brazos del regidor, que huyó precipitadamente en cuanto entró monsieur Ravel.
La situación no admitía explicaciones. Ravel, al borde de la apoplejía, furioso y dolido, únicamente acertó a decir con rabia una sola frase.
-- Tú serás mi último fracaso


        II




Monsieur Ravel era artista de variedades, más exactamente de varietés como decía él. De lo mejor en su especialidad, por cierto. Así  lo reconocían público, crítica y empresarios, sobre todo estos últimos... lo que especialmente llenaba de satisfacción al artista más que nada porque esa admiración repercutía en sus ganancias. Hora es de decir que monsieur Ravel era cantante flatólogo, y así lo especificaba en sus tarjetas y así figuraba en los carteles de propaganda. Era el mejor en su género, muy poco cultivado y con escasa competencia por tanto. Monsieur Ravel interpretaba los éxitos del momento y algunos himnos como "La Marsellesa". Muy aplaudida era su versión de la composición de Padilla "La violetera", tal y como se oía en "Luces de la ciudad", la película de Charles Chaplin, Charlot.
Este cantante flatólogo, que en puridad no cantaba sino que más bien tarareaba, se declaraba el mejor discípulo de otro famoso artista, de monsieur Pujol - a quién había superado, de creer sus afirmaciones-, quien a principios de siglo había triunfado en el Moulin Rouge de París. Tanto el uno como el otro, el maestro como el discípulo, solían hacer sus interpretaciones de espaldas al respetable público, que a pesar de  esa característica seguía teniendo para ellos la consideración máxima. Pero monsieur Ravel superaba a monsieur Pujol en que como final de su actuación producía los llamados Ángeles Azules, una serie de flatos inflamables que su ayudante en escena -que solía ser su esposa- se cuidaba de encender con una plateada antorcha preparada al efecto.
Aunque siempre entre el público -y también de vez en cuando entre algún crítico- surgía quien despectivamente tildaba al espectáculo de simple sucesión de sonoros pedos que remedaban con más o menos acierto la melodía escogida, monsieur Ravel argumentaba, muy serio y convencido, que lo suyo era arte, estrictamente arte. Unos privilegiados cantaban con sus gargantas, otros interpretaban al piano o tocaban el violín... Él conseguía los mismos resultados mediante sus flatulencias, bien educadas y dominadas tras un largo y costoso aprendizaje. El arte, decía, se sirve de todos los caminos.
Y  es que además, según explicaba a cualquier oyente que mostrara la más mínima señal de atención, ningún flato es igual a otro, cada persona los emite de forma peculiar y propia. La flatología, una ciencia poco conocida, lo determinaba sin lugar a dudas: a cada persona, a cada carácter, corresponde un flato. Los estudios de campo así lo habían corroborado. Los flatulogramas  realizados por el científico estadounidense Michael Levitt revelaban que una persona sana y a nivel del mar  tenía una media de 15,1 crepitaciones diarias, mientas que un escalador situado a 7.000 metros de altura expulsaba gases cada 11 minutos. Además monsieur Ravel siempre recordaba que Martín Lutero consideraba de buena educación preguntar a sus comensales: "¿por qué no eructan y sueltan pedos, acaso no les ha gustado la comida?". Eso sí, tildaba a Goethe y a los alemanes de ásperos y poco sensibles porque no sabían apreciar el arte del flato, recriminando al autor de "Fausto" que en la segunda parte, acto cuarto, de esa obra pusiera en boca de Mefistófeles aquello de "A toser empezaron los demonios, a ventear por arriba y por abajo, quedó lleno el infierno de sudor y olor a azufre. ¡Qué gas tan horrible!". En resumen, que monsieur Ravel estaba más que orgulloso de su peculiar arte.
III


La noticia conmovió al mundo de las varietés. Todos los periódicos la publicaron, algunos en lugares muy destacados. El diario ABC dedicó una tercera página a glosar el suceso desde el punto de vista de las peculiaridades sentimentales, con frecuencia desordenadas y fuera de norma, de los artistas. En su última función monsieur Ravel había salido solo al escenario, en contra de su costumbre de hacerse acompañar por una bella paternaire, que solía ser siempre y sucesivamente  alguna de las tres mujeres que había tenido. Ejecutó su número habitual con simple corrección al principio, aunque según iba avanzando su actuación se iba superando. tanto fue así que posiblemente la de aquella noche era su mejor interpretación en mucho tiempo. De espaldas al público, con los pantalones negros bajados a medias y la faldamenta de su chaqué de lamé ligeramente subida, mostrando un culo gordezuelo y bronceado -pues bien se cuidaba  de mantenerlo así mediante sesiones de lámpara solar- había  llegado a su parte final  desgranando con precisión y ritmo "La Marsellesa" y después, con sensibilidad y sentimentalidad, "La violetera"... para terminar con una gran traca de Ángeles Azules, espléndidos y luminosos, que él mismo se encargó de encender, y una serie de formidables truenos, de flatos sonoros, que retumbaron en todo el patio de butacas. 
Tanto fue el ruido que nadie oyó el disparo ni sospechó  nada hasta que vieron caer derrumbado a monsieur Ravel mientras que de su mano se escapaba un niquelado revolver y una mancha de roja sangre comenzaba a extenderse por las tablas del escenario.

IV

Poco después, cuando introducían el cadáver de monsieur Ravel en su camerino, se conocía la segunda parte de la desgracia, que en realidad era primera parte pues había tenido que suceder antes de la actuación final e inolvidable del gran artista del flato. Su joven tercera esposa, la que ese mismo día le había sido infiel  con el regidor, era encontrada también muerta: con un gran corte en la garganta y sobre un charco de sangre, desnuda por completo y  yaciendo sobre lo que habían sido unos grandes y deseables pechos, enseñando un culo en que le habían clavado la plateada antorcha con que solía encender los flatos de final del número de su esposo.
(Del libro "Tú serás mi último fracaso". Ediciones Azucel)

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